Nacemos y
despreocupadamente vamos creciendo, con una sensación de inmortalidad, de que
uno existirá para siempre. En ese
recorrido vital vamos estableciendo amistades que nos conectan, nos acompañan, de
alguna manera nos constituyen, porque nuestros amigos no son otra cosa más que nuestro
yo extendido. Somos parte de ellos, somos gracias a ellos; su presencia, su cariño,
su calor, la conexión con ellos, nos lleva a superarnos día a día, nos lleva a
ser quienes somos.
La vida es un
enigma lleno de alegrías y tristezas. Y un día repentinamente y sin ninguna preparación
nos enfrentamos a la muerte de ese buen amigo; ese amigo que es parte de quienes
somos, que ocupa un lugar especial en nuestro corazón, en nuestro imaginario
mental, es parte central de nuestro paisaje afectivo. De alguna
manera su muerte se lleva algo nuestro, morimos un poco, será que quizás nos
acercamos a nuestra propia muerte?
Resulta difícil aceptar
naturalmente la muerte de un amigo y sin embargo es resultado de la misma ley
de vida que nos permite nacer. La muerte
de ese buen amigo nos obliga a recorrer caminos no transitados de nuestra mente,
nos impulsa a reflexionar sobre nuestras prioridades, revisar nuestro presente,
y ahondar en esa falsa proyección que tenemos de la vida. Vivimos como si la vida fuera para siempre, sabiendo
que no será así, y en muchas ocasiones nos postergamos por un mañana que no
sabemos si existirá.
Ese mañana es solamente
un adverbio de tiempo, pero ese adverbio nos confunde y nos hace creer que
siempre habrá tiempo para todo. Que es cuestión de organizarse, planear,
proyectar, y que con nuestro plan bajo el brazo habremos de cumplir con todos
nuestros objetivos y deseos en tiempo y forma. De esa manera estructuramos
nuestra vida y nuestras relaciones, y nos estructuramos a nosotros mismos.
Esa creencia de
que la vida es perpetua, hace que nos demos el lujo de perder el tiempo con situaciones
y relaciones que absorben nuestra energía vital, y les demos una importancia
desmedida. Proyectarse, soñar, pensar en el mañana es propio de nuestra
naturaleza, pero la muerte es también parte de ella, y si bien no sabemos cuándo,
si sabemos con certeza que habremos de partir en algún momento. Cuan distinto sería nuestro comportamiento si
realmente hiciéramos carne que la vida es ahora, y que ese ahora es efímero, que es solo un soplo de aire.
Qué hacer con nuestra bendita mente y nuestro corazón cuando nos toca
enfrentarnos al dolor, al desconcierto de la muerte de un buen amigo. No hay
receta para eso pero la vida nos impulsa a movilizarnos, a buscar dentro
nuestro, a revisar nuestras prioridades, a identificar las cosas verdaderamente
importantes, y ordenar la vida, como en ese domingo de invierno donde sobra el
tiempo y uno ordena el cuarto. Elegir lo
que habremos de seguir usando, desprenderse de lo viejo, de lo que sabemos no
nos sirve, sacar el polvo viejo acumulado, y correr las cortinas, abrir las
ventanas y dejar que entre nueva luz y un renovado aire en el cuarto.
Paradójicamente, la muerte de un amigo, solidifica el recuerdo de lo vivido
con esa persona, lo magnifica, lo pone en un lugar de honor, donde como
protegido en una cajita de cristal habrá de permanecer vivo, fuerte, presente
para siempre, es decir para “nuestro” siempre. De esta manera, nuestro cerebro
empieza como loco a buscar todos esos recuerdos, todas esas charlas, esos
abrazos, esas conversaciones, esos sueños compartidos, y los visita una y otra
vez, casi como queriendo que la escena no pierda brillo, no pierda sus colores ni
su sonido, y mantenga su original intensidad…porque esa escena vive ahora solo
dentro de uno.
Uno también se aferra al recuerdo de su voz y de su risa, y las evoca de
manera intensa casi como haciendo fuerza para que no desaparezcan dentro de la
mente, que no se pierdan en los recuerdos de uno. No sé porque será pero al evocar un amigo que
se fue, al evocar su figura, siempre aparece primero su sonrisa, especialmente el
brillo de sus ojos, su mirada...será porque la verdadera conexión de “las
gentes” es a través de la energía de las miradas? Frente a esa pregunta, creo que una simple reflexión
nos permite concluir que sin lugar a dudas, la mirada y el abrazo de un amigo
son puentes de energía inigualables.
Despedir a un amigo es muy triste, especialmente cuando su partida es
abrupta, temprana…pero como la muerte no es otra cosa que el reverso de la cara
de la vida, no nos queda más que aceptar esa transformación y conectarnos con
la energía de la amistad que tuvimos la suerte de forjar. Esa
amistad, ese amor, va mas allá de lo medible con nuestros sentidos, es energía de
vida; una energía que permanece en nuestra mente, se acurruca en algún lado de
nuestro corazón, y se ilumina cada vez que evocamos a ese buen amigo.
Siempre nos quedan las cosas que nos hubiera gustado decirle, lo que nos
hubiera gustado compartir, lo que nos hubiera gustado vivir juntos…pero todo
eso resulta pequeño frente a lo ya dicho, compartido, vivido. Por eso debemos
agradecer a la vida que nos dio la oportunidad de conocernos, de relacionarnos,
de ayudarnos a ser quienes somos…y sin lugar a dudas algún día nos volveremos a
ver…de otra manera, de otra forma, quien sabe…la vida y la muerte son dos
grandes enigmas.
Bariloche 8 de marzo 2019
Bello y cierto Bubu! Te abrazo Amigo del Alma❤
ReplyDeleteMuy lindo Bubu. Muchas gracias
ReplyDeletegracias a las dos...abrazo
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